dissabte, 28 d’octubre del 2017

Una antropología del sujeto


La fotografía procede de flickr.com/photos/an_untrained_eye
Reseña del libro de Joan Prat, Los sentidos de la vida. La construcción del sujeto, modelos del yo e identidad, Editorial Bellaterra, Barcelona, 2007, Aparecida en Barcelona metrópolis mediterrània (primavera 2008)

UNA ANTROPOLOGIA DEL SUJETO
Manuel Delgado

Con frecuencia, a la hora de abordar una novedad en el campo de la literatura científicosocial no se tiene en cuenta que, casi siempre al menos, esa obra sólo tiene sentido en el marco de una línea de trabajo colectivo del que el libro en cuestión es testimonio muchas veces ni siquiera final. Se olvida que tras ese libro que nos merece la atención puede haber una labor continuada de investigación,  compartida con un equipo de colaboradores cuya aportación pudo haber sido indispensable. Estamos ante un ejemplo de ello. Editorial Bellatera –acaso la única que se mantiene interesada en publicar libros de antropología en la actualidad– acaba de brindarnos este Los sentidos de la vida, en el que Joan Prat vierte la síntesis y el resultado de un trabajo espléndido –en efecto: prolongado, serio, colectivo...– de indagación en el campo de la construcción histórica, social y cultural del sujeto en la cultura occidental contemporánea. Trabajo, dicho sea de paso, que continua el que el autor había iniciado sobre minorías religiosas, de la que uno de los frutos fue el indispensable El estigma del extraño (Ariel).

Esa naturaleza coral, por así decirlo, de la labor de Joan Prat, de la que en esta obra conocemos el producto –seguro que provisional–, es digna de ser conocida. Por ello sería ideal que su lectura se complementara con la de otras dos publicaciones. Por una lado el número 23 de la Revista d’Etnologia de Catalunya, coordinado en 2003 por el mismo Prat y consagrado a la construcción autobiográfica, en orden a entender que la antropología de las identidades personales está ahí, como ámbito, desde hace casi un siglo, con el arranque supuso el famoso trabajo de Thomas y Znaniecki sobre y con aquel campesino polaco emigrado a Chicago a principios del siglo XX. Por el otro, el volumen ...I això és la meva vida, en el que, al año siguiente, el Grup de Recerca Biogràfica que dirige Prat en la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona, ofrecían el resultado de su compilación de memorias personales para el Inventari del Patrimoni Etnològic de Catalunya, del que es inevitable aprovechar la oportunidad para hacer de nuevo el elogio.

Esta sugerencia –la de las mencionadas dos lecturas complementarias– es importante. Lo es por cuanto permite comprender el alcance de esta novedad de Bellaterra, que se percibe mejor cuando se enmarca tanto en la perspectiva de la historia del método autobiográfico, como en la labor de investigación empírica sin la cual la antropología no existe como tal. Porque lo que nos ofrece este Los sentidos de la vida es un recorrido casi exhaustivo por los caminos paralelos que la filosofía, el psicoanálisis y la literatura han recorrido en esa indagación de las fuentes del yo, esas maneras de responder a la pregunta fundamental quién soy que son de lo que se trata de hacer un escrutinio comparativo y cualitativo, es decir una antropología.

Con esos materiales que inventaria, Prat nos propone una tipología de las autoconcepciones del yo o de ese género que podríamos llamar “cada cual contado por si mismo”. Una es la providencial, aquella en la que el sujeto no se concibe en modo alguno como contingencia, sino como necesidad, y como necesidad en buena medida de los otros, puesto que se contempla en tanto que convocado a ejecutar planes que la historia, los ancestros o los dioses han trazado. Al lado de quienes nacieron y vivieron determinados por su misión –santos, iluminados, líderes carismáticos, misticos, chamanes y otros héroes culturales que se imaginan o son imaginados como instrumentos del destino o de azares inteligentes–, estarían todos aquellos que se vieron a si mismos como la consecuencia de su propio proyecto vital, hombres y mujeres que creyeron imponerle su voluntad a las circunstancias. Por último, nos encontraríamos con quienes se aceptaron como partes integrantes del contexto en el que vivían inmersos, un medioambiente social que ellos no hicieron, pero que les hizo a ellos, gentes que se supieron o se intuyeron víctimas de lo que podríamos llamar la maldición de la estructura, es decir la última palabra que siempre tuvieron en sus vidas los marcos históricos, culturales y socioeconómicos de los que formaron parte.

Es esta última perspectiva la que las ciencias sociales y humanas han primado: la que entiende que a la autoconstrucción de la identidad personal le deberían ser aplicados los mismos criterios analíticos que han permitido reconocer a las identidades colectivas como artefactos ideológicos que sólo pueden ser entendidos no en relación a otras identidades, sino como la relación con ellas. Territorio conceptual de perfiles imprecisos, el campo de las identidades –individuales o colectivas, tanto da– no puede ser otra cosa que un centro vacío, un espacio-tiempo hueco en que tienen lugar los ininterrumpidos empalmes y desempalmes de no importa qué yo o que nosotros. Toda identidad no es más que eso, un lugar de paso, por mucho que una ilusión se empeñe en otorgarle los atributos de lo perpetuo, de lo a salvo de los deterioros que la acción del tiempo y de los humanos –de los demás humanos, en el caso de la identidad personal– provoca. Hace ya tiempo que la antropologia ha deslegitimado las pretensiones de sustantividad de que se inviste cualquier ideosincrasia, de reconocerla como juego de empalmes y desempalmes, incierto nudo entre instancias, irreales en sí, inencontra­bles cada una de ellas por separado. Negado su derecho a la reificación, toda identidad –también la personal– se acaba reduciendo a un efecto óptico, una entidad espectral que no puede ser representada puesto que no es otra cosa que su representa­ción, superficie sin fondo, reverberancia de una realidad esencial que no existe, ni ha existido, ni existiría sino fuera por sus periódicas escenificaciones, como las que, en nuestro caso y para el terreno de lo individual, implica toda autobiografía. 

Entonces, el libro de Joan Prat funciona como una especie de compendio de cómo los individuos hacen balance de su existencia y se ubican diacrónicamente en relación con los demás y con el mundo. El resultado es una autoinvención, un constructo por definición artificial, cuyas características de congruencia y linealidad sólo pueden corresponder al campo de la ficción. Para demostrarlo, Joan Prat convoca a una extensa nómina de personajes que invistieron su propia historia de una coherencia y una inteligibilidad que la vida real nunca estuvo dispuesta a concederles. Y de la mano de todos ellos recorremos un camino exuberante en que nos vamos encontrando, una a una, con la imagen que quisieron dar y darse de si mismos: Barthes, el Lute, Charlon Heston, Rigoberta Menchú, Ernesto Cardenal, Sartre, el Vaquilla, Duras, Genet, Darwin, Anna Franck, Leiris..., y muchos otros que tuvieron la delicadeza de marcharse dejando olvidadas sus memorias.



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