dilluns, 9 d’octubre del 2023

El espacio público no existe

La foto es de Sara Piazza

Artículo publicado en el número de primavera de 2011 de Barcelona metrópolis contemporánea 

El espacio público no existe
Manuel Delgado

Se escucha y se lee cada día más acerca de lo que se da en llamar “espacio público”. Pero, ¿desde cuándo y para qué empieza a generalizarse esa noción en tanto que elemento inmanente de toda morfología urbana y como destino de todo tipo de intervenciones urbanizadoras, en el doble sentido de basadas en el urbanismo y en la urbanidad? Si se dedicase un poco de tiempo a establecer la genealogía de su sentido actual, se desvelaría en seguida que ese concepto se ha impuesto en las tres últimas décadas como ingrediente fundamental tanto de los discursos políticos relativos a la realización de los principios igualitaristas atribuidos a los sistemas nominalmente democráticos, como de un urbanismo y una arquitectura que, sin desconexión posible con esos presupuestos políticos, trabajan en cualificación y la posterior codificación de los vacios urbanos que preceden o acompañan todo entorno construido, sobre todo si éste aparece resultado de actuaciones de reforma, tematización o revitalización de barrios o de zonas industriales consideradas obsoletas y en proceso de reconversión. 

Como concepto político, espacio público quiere decir esfera de coexistencia pacífica y armoniosa de lo heterogéneo de la sociedad, marco en que se supone que se conforma y se confirma la posibilidad de estar juntos sin que, como escribiera Hannah Arendt –con Habermas y Kosselleck, una de las fuentes teóricas básicas del concepto actualmente en vigor de “espacio público”–, “caigamos unos sobre otros”. Ese espacio público se puede esgrimir como la evidencia de que lo que nos permite hacer sociedad es que nos ponemos de acuerdo en un conjunto de postulados programáticos en el seno de las cuales las diferencias se ven superadas, sin quedar olvidadas ni negadas del todo, sino definidas aparte, en ese otro escenario al que llamamos privado. Ese espacio público se identifica, por tanto, como ámbito de y para el libre acuerdo entre seres autónomos y emancipados que viven en tanto se encuadran en él y viven juntos una experiencia masiva de desafiliación. 

La esfera pública es, entonces, en el lenguaje político, un constructo en el que cada ser humano se ve reconocido como tal en relación y como la relación con otros, con los que se vincula a partir de pactos reflexivos permanentemente reactualizados. Ese espacio es la base institucional misma sobre la que se asienta la posibilidad de una racionalización democrática de la política, de acuerdo con el ideal de una sociedad culta formada por personas privadas iguales y libres que establecen entre si un concierto racional, en el sentido de que hacen un uso público de su raciocinio en orden a un control pragmático de la verdad. De ahí la vocación normativa que el concepto de espacio público viene a explicitar como totalidad moral, conformada y determinada por ese “deber ser” en torno al cual se articulan todo tipo de prácticas sociales y políticas que exigen de ese marco deje de ser meramente categorial y devenga también un escenario en que desplegarse y existir. Ese proscenio en que el espacio público abstracto se haga “carne entre nosotros” no puede ser sino la calle, la plaza y todos aquellos lugares en que se encuentran seres que siendo con frecuencia desiguales, deben aprender a comportarse en todo momento como si fueran tan solo diferentes. Ahí fuera, en ese lugar de encuentro generalizado, es donde el Estado debe lograr desmentir, aunque sea momentáneamente, la naturaleza asimétrica de las relaciones sociales que administra y a las que sirve y escenificar el sueño imposible de un consenso equitativo en el que llevar a cabo su función integradora y de mediación. 

El objetivo de convertir en realidad ese espacio público místico es lo que hace que cualquier apropiación considerada inapropiada de la calle o de la plaza sean rápidamente neutralizadas, por la vía de la violencia si es preciso, pero sobre todo por una deshabilitación y luego una expulsión de quienes osen desacatar o desmentir la utopía, por lo demás imposible, de una autogestión basada en el consenso civil y la “buena convivencia ciudadana”. Esto afecta de lleno a la relación entre el urbanismo y los urbanizados, puesto que lo que se da en llamar urbanidad –sistema de buenas prácticas cívicas– viene a ser la dimensión conductual adecuada al urbanismo, entendido a su vez como lo que está siendo en realidad hoy: mera requisa de la ciudad, sometimiento de ésta, por medio tanto del planeamiento como de su gestión política, a los intereses en materia territorial de las minorías dominantes. 

A ese espacio público materializado se le asigna la tarea estratégica de ser el lugar en que los sistemas nominalmente democráticos ven o deberían ver confirmada su verdad igualitaria, el terreno en que se ejercen los derechos de expresión y reunión como formas de control sobre los poderes y desde el que esos poderes pueden ser cuestionados. Lo que antes era tan solo una calle o una plaza son ahora ámbitos accesibles a todos en que se producen ininterrumpidas negociaciones entre seres humanos que han alcanzado el derecho al anonimato y que juegan con los diferentes grados de la aproximación y el distanciamiento, pero siempre sobre la base de la libertad formal y la igualdad de derechos, todo ello en una esfera de la que todos pueden apropiarse, pero que no pueden reclamar como propiedad; marco físico oficial de lo político como campo de encuentro transpersonal y región sometida a leyes que deberían ser garantía para la equidad. En otras palabras: lugar para le mediación entre sociedad y Estado –lo que equivale a decir entre sociabilidad y ciudadanía–, organizado para que en él puedan cobrar vida los principios democráticos que hacen posible el libre flujo de iniciativas, juicios e ideas. 

Pero ese espacio público no existe. Es una quimera, una leyenda, algo de lo que se habla o escribe, incluso que se proclama administrar, pero que nadie ha visto ni verá, al menos en una sociedad capitalista. Los lugares pretendidos como del encuentro amable y cooperativo entre iguales raras veces ven soslayado el lugar que cada concurrente ocupa en un organigrama social que distribuye e institucionaliza asimetrías de clase, de edad, de género, de etnia, de “raza”. A determinadas personas en teoría beneficiarias del estatuto de plena ciudadanía se les despoja o se les regatea en público la equidad, como consecuencia de todo tipo de estigmas y negativizaciones. A los no-ciudadanos pobres –los llamados “inmigrantes”– se les obliga a ocultarse o a pasarse el tiempo exhibiendo papeles. Lo que se tenía por una vida pública basada en la adecuación entre comportamientos operativos pertinentes y basado en la comunicación generalizada entre seres abstractos –“los ciudadanos”–, se ve una y otra vez desenmascarado como una arena de y para el marcaje de ciertos individuos o colectivos, a quienes su identidad real o atribuida les coloca en un estado de excepción del que el espacio público no les libera en absoluto, puesto que ese lugar lo es para ellos de y para todo tipo de vulnerabilidades y vulneraciones. Es ante esa verdad que el discurso del espacio público invita a cerrar los ojos, hacer como si no existiese, puesto que en la calle y en la plaza sólo caben las pruebas inequívocas del final de una clase media universal y feliz, a solas consigo misma en un mundo sin conflictos y sin miseria. 





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