diumenge, 23 de desembre del 2018

No existen creencias falsas



La fotografía es de Pablo de Kever y está tomada de evyraes.wordpress.com/
Introducción a la conferencia "Las amenzas laicas al laicismo", pronunciada en el Seminario Galileo Galilei de la Universidad de Granada, el 21 de octubre de  2013. Agradezco la invitación a los catedráticos José Antonio González Alcantud y María José Frájoli y el anfitrionaje ofrecido en el Albajcin por los amigos Pablo Laguna y Manuel Navarro, de Andalucía Laica.
 
NO EXISTEN CREENCIAS FALSAS
Manuel Delgado

El laicismo como movimiento y la laicidad como proyecto plantean una cuestión importante, que merece ser matizada. Aparecieron y existieron históricamente sobre todo como reacción al poder o a la vocación de poder del clericato católico y de la Iglesia como institución. Es en ese ámbito que conviene plantear su vigencia y expresar la simpatía a lo que representan. Ahora bien, la cuestión se vuelve más complicada si su pretensión es la de mantener a raya las amenazas que para el gran proyecto cultural de las Luces suponen, en general, lo que podría entenderse que son el oscurantismo y la irracionalidad. Desde ese punto de vista, la lucha que pudiera emprender el laicismo contra todas las formas de creencia y superstición en nombre de su supuesta irracionalidad es imposible, básicamente porque no existen convicciones ni prácticas religiosas irracionales, al menos para la antropología. Dicho de otro modo, desde la disciplina que vengo aquí a intentar representar, para las ciencias sociales de la religión, como escribiera Émile Durkheim en su fundamental Las formas elementales de la vida religiosa (Akal), "no existen religiones falsas". O, en otra línea teórica, las religiones aparecen precisamente como lo contrario de lo que se supondría desde formas groseras de positivismo: como lo que Max Weber llamaría, refiriéndose justo a ella, un mecanismo de racionalización, puesto que su función ordenar y sistematizar la experiencia del mundo.

Téngase en cuenta que el epígrafe antropología religiosa, de las religiones o de la religión sirve para designar una subdisciplina de contenidos más problemáticos de la cuenta; eso es cierto. A las condiciones difícilmente contorneables del objeto que aspira a conocer, la antropología religiosa está por lo general sometida a unas connotaciones extracientíficas que otros dominios también discutibles ‑lo económico, lo político, el parentesco‑ no han tenido que padecer. Por si fuera poco, la antropología de la religión no sólo reclama autoridad científica sobre un campo ya de por sí comprometido, como es el de la religión, sino que, por si fuera poco, pretende evaluar otros que sobreentienden afines, como son la magia, el simbolismo, la mitología, etc. Además, en cuanto se insta un desdibujamiento que subsuma la presunta condición especial de lo religioso en otras esferas ‑ideología, cosmovisión, imaginario, mentalidad, sistema de representación, etc.‑, el territorio a cultivar abarca entonces, de manera ya del todo impracticable, la casi totalidad de producciones ideacionales y sentimentales que ha estado en condiciones de producir el ser humano.

En principio, sería adecuado establecer que la antropología de la religión estudian instituciones, procesos, estructuras o funciones a las que un cierto criterio permite hallar en tanto que parcela exenta de la cultura, segregable para su disección analítica del resto de las que se supone conformando la vida de las sociedades. De hecho, tal espacio declarado franco es aquel en el que el resto de grandes bloques temáticos tradicionales en antropología ‑parentesco, economía, política‑ desisten de penetrar, hasta tal punto pertenece aquello que la habita al capítulo de lo puramente ideal o emotivo. Así, resultan separados para su interpretación todos aquellos aspectos de la cultura que no resulten homologables en tanto que tecnológicos o instrumentales y que, por esta causa, merecen ser exiliados a los territorios de lo simbólico, una vez rescatados de los abismos de la estolidez humana a los que la racionalidad vulgar los había condenado.

Las ciencias sociales de la religión tienden, por tanto, a devenir por ese sesgo una antropología de lo inefable, es decir, de todas aquellas figuras que han representado, en el proceso de etiquetado y marcaje de las jurisdicciones científicas, lo que podríamos llamar la "parte opaca" de los aspectos sensibles de la realidad, y siempre a partir de una ausencia o de un exceso: lo irracional o pre‑racional, lo extra‑ordinario, lo irreal, lo ilógico, pre‑lógico, lo no‑científico, lo sobre‑natural, lo extra-normal, lo meta‑físico, lo extra‑empírico, etc. O bien a partir de un tajante divorcio de lo real en dos esferas antagónicas, habitadas por cosas patentes unas, por intangibles las otras: lo instrumental y lo expresivo, lo material y lo ideal, lo empírico y lo simbólico, lo profano y lo sagrado, lo ordinario y lo trascendente. Expulsados a un país de espejismos y desmesuras, lo religioso y sus parientes, lo mágico y lo mítico, no han podido merecer con frecuencia otra cosa que explicaciones inevitablemen­te parecidas a los vaporosos perfiles que se les atribuía.

En cambio, si se aceptase la religión, la mitología o la magia en tanto que sistemas conceptuales, simbólicos o de representación solo especiales a causa de la vehemencia de sus argumentos y operaciones, manteniendo a raya las amenazas de esencialización que la asedian, muchos de los malentendidos a que han estado sometidos se disolverían. El misticismo devendría entonces solo una "puesta en valor" de conductas, objetos, lugares, personas, ideas o instancias a los que un estatuto especial ha convertido en poderosamente elocuentes. Entendida como una forma particularmente expeditiva y elaborada de hacer y de decir, destinada a justificar la organización del mundo y el sentido de la experiencia, la religión y la magia clarifican su lugar en la distribución por conceptos de aquello real de una manera no por fuerza oscura. Por otra parte, su caracterización también en tanto que tecnologías de categorización y conocimiento cancelaría, a buen seguro, la artificial distancia que las separaba de las otras variables de lo real que se habían catalogado como "materiales", al tiempo que estas veían reconocida su propia dimensión invisible.

Este último postulado es el que permitiría formular una clasificación en el conjunto de teorías que han aspirado a conocer el sentido de los ritos, las creencias y los mitos. De un lado pueden situarse quiénes han insistido en imaginar un objeto de conocimiento que formaba parte de la propia condición humana ‑el homo religiosus‑ y que tenía siempre un lugar vacante entre las instituciones culturales de todas las sociedades y de todas las épocas. Del otro, quiénes, de acuerdo con el supuesto anterior, han renunciado a toda definición positiva de religión y de magia y ha tratado los contenidos tradicionales de estos ámbitos sin ninguna concesión al tipo de trascendentaliza­ciones con los que se daba por sentado que las ideas o actitudes místicas merecían ser distinguidas de todas las demás.

Las alternativas que se han apartado en antropología y también en sociología religiosasde una tentación idealista que en su esfera debía, a la fuerza, ser más poderosa que en cualquier otra jurisdicción, están relacionadas con la tradición que inaugura la escuela de l'Année sociologique. La ruptura de su fundador, Émile Durkheim, consistió ante todo en descalificar frontalmente toda pretensión de explicar los hechos religiosos en tanto que excepcionales, misteriosos o trascendentes, asumiendo el estudio de las prácticas y las creencias mágicas y religiosas al margen precisamente de lo que hubiera en ellas de mágico y de religioso. Para Durkheim, la religión era una técnica social de clasificación cuyo resultado era la distribución de las cosas del mundo en sagradas y profanas, siendo el primer campo el de la más poderosa de las modalidades de producción y legitimación social de realidades conceptuales, un aspecto de los sistemas de representación que podía distinguirse sobre todo a partir de la vehemencia con que cuidaba la puesta en escena de sus argumentos y operaciones.  

Fue Durkheim quien concedió la primacía explicativa a la tarea que la inteligencia colectiva asignaba a los sistemas religiosos: proyectar al plano de lo incontestable los principios axiomáticos de los que dependía el orden de la sociedad y, más allá, devenir matriz primordial de la que surgían, mediante un proceso de diferenciación, los elementos fundamentales de la cultura, aquellas categorías que, impuestas a priori a su experiencia individual, constituían los marcos permanentes de la vida mental de cada etapa o sociedad.  Herederos de tal enseñanza, desoyendo la atracción que suele ejercer lo misterioso, renunciando a seguir la tantas veces reconfortante vía de lo subjetivo, las ciencias sociales de la religión han seguido aproximándose al campo del mito y el ritual con una voluntad esclarecedora de lo que, tras su aspecto extraño o incluso estólido, eran reconocidas como expresiones secretamente racionales de la inteligencia de las sociedades.


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