dimarts, 28 de novembre del 2017

La verdad americana

Richard Widmark en "El hombre de las pistolas de oro", de Edward Dmytryk (1958)





Reflexión para Eduardo Santillana, estudiante del Màster d'Antropologia i Etnografia de la UB

LA VERDAD AMERICANA. LÉVI-STRAUSS Y EL CINE CLÁSICO DE HOLLYWOOD
Manuel Delgado 

ara mí, lo que resultó una sorpresa maravillosa es encontrar en Lévi-Strauss alguien que entendía el cine clásico en los términos que yo había aprendido a amarlo. Por supuesto que también descubrir en él esa misma alergia al teatro que comentábamos hace unos días. Pero sobre todo ver cómo Lévi-Strauss tenía con el cine una relación si se quiere más prosaica, menos “elevada”, en el sentido de que no lo usa como metáfora o concreción de su reflexiones teóricas o de sus emociones estéticas, sino como simple entretenimiento que, de paso, le da qué pensar y le provee de ejemplos a través de los cuales explicarse mejor. Siempre que puedo explico la manera como emplea una secuencia de "El Coleccionista" para cargarse al arte contemporáneo.

Lévi-Strauss va al cine; así de simple. Entra en salas que de pronto se oscurecen y le conducen, como en un vuelo chamánico, a otras dimensiones en las que, mientras dura la proyección, se reconoce atrapado, estupefacto, casi hipnotizado por la fuerza de las imágenes que se le aparecen. Esa experiencia tan cercana a la abducción forma parte de la memoria intima de Lévi-Strauss desde prácticamente su primera juventud, época de la que puede recordar la extraordinaria fascinación que, por ejemplo, le despiertan en su momento películas mudas como “Paris qui dort”, de Réné Clair, tal y como le contaba a una profesora de nuestro Departamento, Mercedes Fernández-Martorell en una entrevista de hace ya mucho en el desaparecido Diario 16.

Luego vendrá su exilio neoyorquino a principios de los años 40. Lo cuenta en uno de los capítulos de La mirada distante (Argos-Vergara). En aquella época puede pasarse tardes enteras metido en cualquiera de los pequeños cines de Greenwich Village viendo “cualquier cosa”, en el sentído de que lo que orienta sus elecciones no es la “calidad artística” o el “nivel intelectual”, sino por la simple voluntad de dejarse llevar por las historias de apariencia simple que ofrece el cine que se hacía en Hollywood en aquella época. Lo que atrae a Lévi-Strauss no son tanto los filmes en sí, sino más bien un cierto “ambiente”, un microclima en que puede disfrutar de una soledad relativa, a veces total, sentado en cómodos butacones y entrando, en cuanto se apagaban las luces, en una experiencia casi onírica, que, a diferencia de la lectura, absorbe plenamente y a tiempo completo a quien se sumerge en ella, puesto que uno cae literalmente prisionero de la película que está viendo. 

Este tipo de evocaciones las comparte Lévi-Strauss en una entrevista concedida en 1964 a Michel Delahaye y Jacques Rivette para Cahiers du cinema, y que aparece en su número 155. En ella, hace inventario de sus preferencias cinematográficas, al tiempo que sugiere una reflexión mayor sobre un arte presuntamente menor. De entrada, en esa entrevista, reconoce su creciente separación de un cine como el que empezaba a estar de moda en aquel momento, cuando se abren paso las discusiones teóricas entre escuelas y tendencias, que hacían que el cine perdiera su gran virtud, que había sido el de sus escasas pretensiones “intelectuales” y su preocupación central por atender las exigencias de un gran público ávido por dejarse conmover de la mano de historias hechas con imágenes. 

En ese orden de cosas, lo cierto es que los gustos cinematográficos que proclama Lévi-Strauss podrían haber resultado decepcionantes en un pensador de su talla. Tenías que leer sus disquisiciones sobre la vigencia de la teoría de la equivalencia cromática de las notas musicales según Louis-Bertrand Castel, que le reprochaba a Michel Leiris su atrevimiento al colocar a Leoncavallo a la misma altura que Puccini y que se sentía concernido por las discusiones estéticas en la Academia de Pintura francesa a mediados del siglo XVII. Pues bien, ese mismo tipo es el que reconoce que sus gustos cinematográficos son los propio de un asiduo de un cine de barrio. Mira los que menciona. Sobre todo westerns: "Los siete magníficos” o “El hombre de las pistolas de oro”; “Lola”, de Jacques Demy; “Picnic”, con Kim Novak y William Holden. De la nouvelle vague rescata a Alain Resnais, sobre todo su “Marienbad”; menos “Muriel”, y un poco menos “Hiroshima mon amour”. De Visconti, sólo “Senso”. De Buñuel, sobre todo “Le chien andalou” y “The Young One”. Desconfianza total hacia las pretensiones pseudorrealistas del cinema-verité. De Hitchcock, todo, salvo ciertas objeciones acerca de “Los pájaros”; ¿”Vértigo”? Admirable. Del llamado cine etnográfico, sólo el estrictamente documental, con un apunte elogioso sobre algunos filmes de Jean Rouch.

Lo que Lévi-Strauss amaba en las películas made-in-Hollywood que veía en su exilio neoyorkino era precisamente su anonimato, esa ausencia de adscripción estética a una u otra escuela, como las que empezaban a despuntar en el momento de la entrevista ­–free cinema, nouvelle vague y toda la retahíla de “nuevos cines” nacionales aquí o allá. El cine, de pronto, y no te lo tomes a mal, se había “literaturizado” o, peor, había caído en la trampa de querer ser un género ya no artístico, sino directamente ensayístico. El cine era culpable, a los ojos de Lévi-Strauss, de haber olvidado, de manera que parecía ya irreversible, su naturaleza y su dignidad de espectáculo. Por eso, de esa creciente decepción ante las pretenciosidades en que parecía despeñarse el cine del momento, Lévi-Strauss rescata el placer ya no estético, sino físico, que le producen las imágenes suntuosas y transparentes que se proyectaban en panavisión y technicolor en la gran pantalla de un cine. Reconoce, en relación a ello, que puede llegar a disfrutar del más mediocre de los westerns, si este comporta “bellos escenarios”.

Lo que hace que el cine clásico fuera tan valioso es que, a diferencia de los nuevos academicismos estilísticos de moda en los 60, sus mejores cualidades eran inconscientes. Era ciertamente una variante de art brut, como reconoce el propio Lévi-Strauss, una modalidad de creación humana dotada de lo que califica de un “encanto rústico”. En la entrevista de Cahiers se hace referencia a esa ingenuidad como “la verdad americana”. Acaso una forma de referirse a un aspecto de la realidad humana que, literalmente, se le escapaba y que vendría a ser como ese material básico que es para no importa que estructura al mismo tiempo su requisito y su negación: la acción.



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