divendres, 16 de juny del 2017

Elogio del dzogchen budista como apertura a la percepción radical de lo cotidiano. Comentario a una entrada de ST

Respuesta a un comentario de ST en el blog.

ELOGIO DEL DZOGCHEN BUDISTA COMO APERTURA A LA PERCEPCIÓN RADICAL DE LO COTIDIANO
Manuel Delgado

Hace un tiempo, ST colgó un comentario a algo que escribí sobre el ateísmo budista, es decir sobre la ausencia en el budismo de cualquier cosa que no esté condenada a disolverse y perecer, y menos una persona trascendente y providencial, un poco en la línea del clásico de Helmut von Glasenapp (Barral). ST hacía un apunte muy apropiado sobre el dzogchen, seguramente, como señalaba, la enseñanza más alta del budismo de base tántrica y el nudo central de la escuela Ñingmapa y de la tradición Bön. Remitía a este video que cuelgo arriba, con la locución de un texto de Dilgo Khyentse Rinpoche y a un número de la revista Cuadernos de budismo: dharmatranslation.org/pdf/Revista_de_Estudios_Budistas-2.pdf.

Me interesa hacer notar el valor de esa reflexión de ST y ese elogio del dzogchen que él hacía y yo comparto plenamente. Por la manera que interpela a la vida cotidiana e incorpora una profunda reflexión sobre la importancia de la percepción inmediata, por cómo advierte de los peligros de la ilusión del sujeto, es difícil no sentirse identificado con su mensaje y no hacer notar la afinidad que hay entre la apertura sin límite ante todas las circunstancias que postula y el propio nombre de este bloc: el corazón de las apariencias. Conexión profunda con lo exterior, lo que está ahí, “sin tratar de escondernos dentro de nosotros mismos como la marmota que se oculta en su madriguera”, sin intentar mantener puntos de referencia fijos que nos “alejen de la experiencia directa de la vida cotidiana”, permanenciendo “presentes en el momento”. ¡Qué error es el tópico según el cual el budismo es un entrenamiento para el conocimiento interior”. El dzogchen no enseña justo lo contrario, “comprender que el objetivo de la meditación no es sumergirnos “profundamente” en nuestro interior ni retirarnos del mundo”.

Tanto en las clases de antropología religiosa como en las del taller de etnografía tengo que hacer un esfuerzo inmenso para que la gente de clase haga un esfuerzo por acallar ese tonto presuntamente interior, ese corazón al que la burguesía, como escribía Marx, “cargo de cadenas, luego de haber liberado de cadenas el cuerpo”. En religiosa es fundamental para que los y las estudiantes se desprendan del prejuicio psicologista a la hora de analizar los fenómenos rituales, pero más difícil es la lucha contra el sujeto a la hora de entrenar a quienes aprenden el oficio para que aprendan a adherirse a los hechos, abrirse a ellos, a lo que de ellos nos informan los sentidos, como única vía que permite ponerlos en relación con otros hechos configurando constelaciones coherentes.

Ese es el esfuerzo en que me empeño a la hora de hacer entender esa expectación ante lo que está ahí, que es no lo que consiste la tarea del etnógrafo sobre el terreno, que no es otra cosa que reconocer y actualizar el axioma de toda perspectiva científica: el mundo existe, está ahí, y los humanos podemos conocer algo de él si lo observamos con detenimiento. Se trata de una actitud, una predisposición a entender que la etnografía es ante todo una actividad perceptiva basada en un aprovechamiento intensivo, pero metódico, de la capacidad humana de recibir impresiones sensoriales, cuyas variantes están destinadas luego a ser organizadas de manera significativa. El trabajo etnográfico consiste pues en una inmersión física exhaustiva en lo tangible –esa sociedad que forman cuerpos móviles y visibles, entre sí y con los objetos de su entorno–, con el propósito de, en una fase posterior, convertir las texturas en texto –la etnología– y el texto en análisis que permitan hacer manifiesto el sentido de lo sentido: la antropología propiamente dicha.

Nada debería justificar una renuncia a la observación directa de los hechos sociales y al intento honrado de –con todas las limitaciones bien presentes– explicar posteriormente lo observado, en el doble sentido de relatarlo y advertirlo en tanto que organización. Todos los etnógrafos o aprendices de etnógrafo deberían leer detenidamente la Fenomenología de la percepción, de Merlau-Ponty (Península), para asumir como propio el mismo tipo de posición sensorial y casi somàtica que atiende un mundo exterior del que hace apología, y que nos llega a través de lo que flota en la superficie –pero que no es superficial–, lo sentible, lo que surge o se aparece. Regreso a lo dado, entendido como lo entendía Hume, a decir de Deleuze: “El flujo de lo sensible, una colección de impresiones e imágenes, un conjunto de percepciones” (Empirismo y subjetividad, Gedisa). Pasión casi naïf por ver, escuchar, tentar...; urgencia por regresar a las cosas anteriores al lenguaje, por aprehenderlas y aprender de ellas. Apuesta por una ciencia no de lo que es o de lo que somos, sino de lo que hay y de lo que hacemos o nos hacen. Esfuerzo también por tratar de transmitir a otros lo percibido lo más lealmente de que seamos capaces, haciendo que nuestra traición a los hechos, convirtiéndolos en lenguaje, sea lo más leve y perdonable que hayamos merecido.

Palabra: los fenómenos están ahí y hay fenómenos. Creo interpretar que esa es la esencia de la apertura radical al mundo que pretende la práctica del  dzogchen, es decir del ejercicio de “experimentarlo todo completamente”. Nueva prueba de esa conexión entre la negatividad y el escepticismo propio del relativismo cultural antropológico y lo que entendió y nos dio a entender un sabio inmóvil bajo un árbol hace dos mil quinientos años, una lucidez que el entendimiento humano no ha sabido superar. Y ya no es sólo la dimensión al mismo tiempo epistemológica y deontólogica que implica el íntimo distanciamiento que antropología y budismo reconocen en común –notado por Lévi-Strauss, por Ruth Benedict, por Gregory Bateson….–, sino ahora también como recomendación metodológica.

La antropología sólo puede existir en el plano personal como desprecio hacia esa superstición típicamente occidental a la que llamamos sujeto, ese personajillo triste y de exigencias exasperantes al que recuerdo que C. Humphreys llamaba de manera muy acertada en un libro que me marcó en su día, titulado Explorando el budismo (Siglo XX): “ese mono charlatán, que al final se disuelve”.


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