La foto es de Francesc Català-Roca |
Prólogo para Manolo, ¿recuerdas?, de Manuel Vila (Manuel Altés), Barataria, Barcelona, 2006.
MEMORIAS MENORES
Manuel Delgado
¿De qué está hecha la memoria? ¿Cuáles son los materiales
que la conforman y cómo llegan a organizarse en secreto hasta conmovernos? Manolo Vila, la novela de Manuel Altés
de la que estas líneas son el pórtico, no resuelve esos enigmas, pero sí que
nos advierte de la pertinencia de planteárnoslos. Sin conocer la respuesta,
sabemos que en ellos está la clave de esa alquimia extraña que hace que ciertos
momentos y lugares sean rescatados del exilio de olvido –de la nada por tanto–
al que el tiempo los había lanzado y se restituyan tan poderosamente a lo
actual, como un aspecto del que parece depender nuestra propia identidad como
seres humanos. Es en eso en lo que constituye ese “tener presente” que nos ata
y confunde con el pasado y hace un solo magma indiferenciado con lo que es y lo
que fue.
La obra que me
cabe el orgullo de introducir –dejando de lado unos méritos literarios que el
lector apreciará enseguida– es, para alguien a quién intriga esa extraña
maquinaria que es la memoria humana, un festín. Da qué pensar sobre el papel de
lo efímero, de lo que pasa, de lo que ha pasado o pasó, que es pasado puesto
que estuvo de paso en nuestras vidas, que las atravesó e hizo de ellas una
travesía. Lo que nos cruza y que, a su vez, no es sino el cruce de nosotros con
otros seres y con todas las otras cosas. Todo lo que nos ocurriera a nosotros y
que es justamente ese nosotros que somos, pero que requiere a los demás para
ser.
Manolo Vila es, en efecto, un buceo por un pretérito que no
pertenece ni al personaje ni al autor –tan parecidos que cuesta distinguirlos–,
puesto que corresponde a su esencia haber sido compartido y ser compartible
todavía. Es un ejemplo de lo que las ciencias sociales llaman memoria
colectiva, en el sentido de que, a pesar de que es un individuo dotado de
talento y sensibilidad quien conjuga en voz alta el pasado, aquello de lo que
habla no puede ser entendido como estrictamente privado o íntimo, sino que
adopta una condición coral que resulta de ser memoria de uno y memoria de
todos. El universo de cualidades sensibles que nos describe Manuel Altés
–obsérvese: todo son olores, sabores, texturas, colores– da testimonio de otro
paisaje que ya no es puramente individual, sino que informa de lo que no
deberíamos dejar de llamar una cultura, es decir un conjunto de maneras de
hacer, de decir, de pensar y de sentir. Esa cultura no es otra que la de las
clases trabajadoras urbanas que tuvieron que protagonizar momentos al tiempo
terribles y magníficos, y hacerlo desde una perspectiva que era la suya, es
decir la seres humanos que se podían comunicar entre si y con el mundo a partir
de un código que les era propio e irrepetible.
En estas
páginas no hay sólo un despliegue de calidad descriptiva innegable, sino el
testimonio de alguien que se ha sentido implicado por una tarea urgente e
inaplazable: la de restituir esa orden de significaciones y valores, esa pauta compleja de conductas, de
ideas y de gustos que fueron los de una clase social –la obrera– en una ciudad
–Barcelona– y en un periodo que abarca varias décadas del siglo XX. Esa forma
de ser la vida social –una ética y una estética– no es la que con frecuencia
hemos visto retratada por la imaginación literaria o cinematográfica burguesa,
ni por historiadores empeñados en promocionar una visión miserabilizada de las
clases populares urbanas en Catalunya. Al contrario, lo que tenemos ahí es
exaltación de un vitalismo, de un amor por el simple existir, que enternece y
excita por su radicalidad, por su inconmensurabilidad, una pasión de luz casi
animal que nada pudo ni puede saciar.
Esos hombres y
mujeres que pululan por la obra, que la recorren a través de secuencias
claramente delimitadas, que funcionan como estallidos gláuquicos, amaron
ciertamente la vida con todas sus fuerzas. Y le exigieron que fuera lo que
prometía. En estas páginas no hay obreros y menestrales menesterosos, ni
víctimas pasivas de agitaciones históricas de extraordinaria vehemencia. No son
los actores de una gran ópera épica, ni los personajes de un melodrama
naturalista a lo Zola, ni solemnes portavoces de grandes discursos ideológicos.
Son seres humanos que protagonizaron proezas y desalientos minimalistas,
encuentros al más alto nivel a ras de suelo, catástrofes incalculables que sólo
ellos sufrieron, entradas triunfales en otros cuerpos, gentes que cruzaron a
nado su propia vida.
Memoria urbana
de quienes no sólo fueron gente de clase, sino también gente con clase,
aristócratas que se movieron en la alta corte de los patios de vecinos, de los
cines de barrio, de las barricadas y de la cárcel; príncipes que gozaron de su
anonimato entre muchedumbres ora ociosas, ora gloriosas; gransiosidad vital que
deberíamos envidiar con todas nuestras fuerzas, en una ciudad que se negaba a
obedecer. Estallidos de una verdad simple y vertiginosa, que se oye retumbar
todavía en silencio por las calles y las plazas, que salta por los terrados y
entra y sale por las ventanas, y que es la suma en madeja de todos los gritos y
de todos los murmullos de vecinos y viandantes.
Es, en cierto
modo, como si la obra de Manuel Altés, esta novela, no fuera realmente suya.
Como si su autor sólo se hubiera prestado a entrar en trance y a dejar que una
mano sonámbula hubiera escrito Manolo
Vila por él, automáticamente, guiada
por energías que no proceden del interior de quien figura ser su autor, sino de
un afuera tan extenso como la vida; como si sus recuerdos hubieran podido ser
de otros –porque son también de otros–, como si lo narrado hubiera sido
recogido como una mies por un fantasma que es el fantasma de todos los vivos y
de todos los muertos. Nos creemos que empleamos la memoria para decirnos,
cuando es la memoria la que nos emplea a nosotros para decirse. Esa memoria que
creemos nuestra no lo es; nunca es de uno. Es la continuación de otras memorias
y continua en las memorias de otros. La memoria de Manolo Vila es ahora es la
mía también, que me vuelvo capaz de recordar con toda la intensidad cosas que
nunca he vivido y que otros evocarán, cuando yo desaparezca un día, luego de
haber caminado –aunque sea por otros caminos– por este mismo libro.
Manuel Altés es el amanuense.
Quien habla en estas páginas no es él, ni tampoco Manolo Vila. Los ojos en
blanco, como en un sueño, por sus bocas es la ciudad y el tiempo quienes
hablan.