dimarts, 23 de novembre del 2021

La antropologia interpretativa en la actualidad

Paul Ricoeur

Apartado final de la entrada "Antropología interpretativa" en Andrés Ortiz-Oses y Patxi Lancerós, eds. Diccionario de hermeneútica, Universidad de Deusto, Bilbao, 1997, pp. 57-67.

LA ANTROPOLOGÍA INTERPRETATIVA EN LA ACTUALIDAD
Manuel Delgado

La totalidad de expresiones derivadas de aquello que Apel llamó la «transformación semiótica del kantismo» han acabado recalando, explícitamente o no, en la problemática, tal y como la inaugura Heidegger y la desarrolla luego Gadamer, de las condiciones que hacen posible o no el conocimiento a partir de un yo conocedor. El dasein o ser-allí heideggeriano se ha convertido en el "estar allí" de Geertz en sus disquisiciones sobre lo autorial en literatura etnográfica de El antropólogo como autor. Junto con Gadamer, aunque distanciándose de él al reconocer una dimensión del ser que trasciende el lenguaje, ha sido Paul Ricoeur el filósofo que más ha influenciado en el panorama general de la antropología interpretativa. El paso fundamental que llevó la idea de símbolo propia de la antropología simbólica al que manipula la actual antropología interpretativa incluyendo en su ala más radical a los antropólogos posmodernos se debió precisamente a la capacidad que tuvo la concepción ricoeuriana de metáfora de romper con la oposición entre pensamiento y acción que había impuesto el neopragmatismo de Geertz, que se empeñaba en mantener la vieja identificación utilitarista entre símbolo y estrategia. La teoría de Ricoeur sobre la metáfora y el símbolo superaba también la discusión que la antropología británica había conocido a propósito de la racionalidad, al tiempo que descalificaba la pretensión, ampliamente mantenida desde todas las variantes del empirismo anglosajón, de que existía una dimensión expresiva o connotativa de la metáfora cuya función era no sólo extrainstrumental, sino también extradenotativa, y que se reducía sus tareas a las meras de evocación y ornamentación figurativa.

El razonamiento de Ricoeur de que toda metáfora pertenece al discurso lo que llama «metáfora de la oración» , que se mantiene en tensión con el significado literal a través de la estructura de la oración, abría nuevas posibilidades a la exégesis de costumbres o prácticas culturales hasta entonces concebidas como de racionalidad enigmática o inverosímil. La interpretación metafórica destruía el comentario literal al arrastrarlo a una contradicción, que era, a su vez, generadora de significado y, por ello, predicativa, fuente de mundo. Ese método hermeneútico de Ricoeur, basado en las relaciones dialécticas entre entendimiento, explicación y comprensión, así como la idea de que todo acto comunicativo posée una contenido propositivo y una fuerza ilocucional, han resultado fundamentales en la antropología social de la dos últimas décadas. El camino que recorre Victor Turner desde su militancia en la escuela funcionalista de Manchester a la antropología de la experiencia y la pefomance que elabora tomando como base a Dilthey, pasa sin duda por Ricoeur. 

La idea de que la determinación de lo útil exige el concurso de una mediación simbólica, fundamento de la crítica de Sahlins al materialismo cultural del que había sido él mismo transfuga, está abiertamente inspirada en la manera como Ricoeur vincula palabra, significado y acción. Quienes heredaron de Turner el liderazgo intelectual en Chicago, como James W. Fernández, llevaron su asimilación de la hermeneútica ricoeuriana a reclamar para la antropología el estatuto de tropología, es decir de modalidad de la retórica, consagrada al conocimiento o explicación de los tropos o «palabras apropiadas ausentes». Se han de destacar incluso intentos serios de sintetizar la hermeneútica de Ricoeur con enfoques sugeridos desde el estructural-marxismo tanto filosófico –Althusser– como antropológico –Meillassoux, Godelier–, así como desde cierta historiografía culturalista de inspiración no menos marxiana –Thompson, Williams–. Entre nosotros, ese descubrimiento de Ricoeur por parte de la escuela lisoniana ha provisto de trabajos de indudable valor, como los debidos a María Cátedra, Frigolé, Joan Prat, Zulaika o Sanmartín, entre otros.

En una segunda fase de su evolución intectual, Ricoeur distinguió el símbolo de la metáfora, al atribuir al primero un origen prelingüístico y al resituar dialécticamente, a partir de tal condición extrasemántica, las relaciones entre naturaleza y cultura, un tipo de conclusión a la que Mary Douglas ya había llegado desde presupuestos neodurkheimnianos en su Símbolos naturales, pero todavía más afín a la antropología estructural y su teoría del pensamiento simbólico como metalenguaje, es decir como dominio en que los significados no significaban ya el signo, como sucede en el nivel semiológico convencional, sino la significación misma. En efecto, ese concepto ahistórico y arreferencial del símbolo, que lo señalaba como consecuencia de una economía del pensamiento, era resultado de la recuperación que en cierto momento hizo Ricoeur del objetivismo lingüístico de Saussure, lo que suponía tenderle una mano a aquel "kantismo sin sujeto trascendente" que el filósofo atribuía a Lévi-Strauss. Como es sabido, el autor de El pensamiento salvaje no se condujo con reciprocidad con respecto a la afirmación de Ricoeur de que "nunca podrá hacerse hermeneútica sin estructuralismo", y no quiso aceptar la invitación a ampliar su sintaxis a una semántica que se interesase por los contenidos. Por otra parte, el distanciamiento o epoché husserliano era difícilmente compatible con el estatus epifenoménico que Lévi-Strauss asignaba al significado con respecto de la estructura.

Si Lévi-Strauss declinó la invitación de Ricoeur a extender la etnología a una hermeneútica, no puede decirse lo mismo de lo que hoy es el grueso de la antropología social y cultural. La cuestión de fondo se ha planteado en torno a si la interpretación es o no una actividad descifradora que nos permite acceder a alguna forma de realidad. Desde la hermeneútica, tal fue la presunción no sólo de Ricoeur, sino también tanto de Apel como de Habermas, y hasta puede especularse sobre si, a pesar de Vattimo, en Ser y tiempo Heidegger no participaba de una cierta voluntad reconstructi¬va, capaz de descubrir intenciones en las acciones humanas y en los actos comunicativos en general. En esa dirección es que los nuevos eclecticismos que configuran la antropología actual admiten la necesidad de una exégesis de las culturas, entendidas como textos, que no cierre la posibilidad de acceder a los significados desde otros horizontes distintos a los que constituían su fuente inmediata. Eso supone que, al margen de los proyectos liquidacionistas de la antropología que los posmodernos encarnan, la mayoría de etnólogos están por ir más allá de las intencionalidades subjetivas, y de los contextos particulares históricos y culturales a los que puede atribuirse su génesis, en tanto consideran viable una reconstrucción de las pautas que orientan las expectativas mútuas de los interlocutores en el intercambio comunicacional. Lo «real» existe, por mucho que no como hecho instrumental y objetivo, sino más bien, y como Ricoeur quería, bajo el nuevo aspecto de una polisemia hacia la que es posible proyectarse y regresar.

Tal sería la base de esa teoría hermeneútica de la cultura que la antropología social y cultural convoca a redefinir el campo semántico sobre el que opera, sin otro objeto que el de adaptarse a las dramáticas mutaciones históricas que la envuelven. Pero esa hermeneútica que la antropología asume como requisito para prolongarse y sobrevivir no concluye en un estallido de la disciplina, como los posmodernos pretenden, sino en lo que Ricoeur definía como una «nueva aprehensión del sentido por medio de un pensamiento reflexivo o especulati¬vo», o, siguiendo ahora a Habermas, en una «comprensión de sentido que, en lugar de la observación, abre acceso a los hechos».

Esa asunción de la hermeneútica supone que la antropología social y cultural ha confesado la fragilidad de sus métodos, lo fragmentario de sus observaciones y la precariedad de cuanto pueda afirmar de los mundos que compara. Tales constataciones, que tanto comprometen la vocación que un día experimentara la antropología de devenir productora de saber nomológico, hacen de la interpretación un instrumento refundador de la disciplina, capaz de desautorizar las pretensiones del positivismo –y de la lógica de dominación a que obedece– de convertir la etnología en una más de sus prótesis operativas. Tendría lugar, con ello, un episodio parecido a aquél en que Franz Boas desmanteló otra forma de ingenuidad pseudocientífica –el evolucionismo unilineal del XIX–, haciendo posible así el alumbramiento de la antropología moderna. Esa reconversión gnoseológica de la antropología, mediante la que se reclama un lugar no marginal para la intersubjetividad, no tiene por qué significar la renuncia a lo que da sentido a una disciplina que nació y existe para dar repuesta a enigmas que la precedieron. Como en sus inicios, continúa siendo necesario y urgente el combate contra la apariencia y por dar con las tecnologías recurrentes y los esquemas inerciales que se ocultan tras la infinita multiplicidad de los acontecimientos culturales, para esclarecer de este modo el repertorio de mecanismos de que los seres humanos se han valido y se valen para pensar ese universo en que viven.

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